martes, 6 de abril de 2010

Crónica del FIA


Suena mi celular.
-Aló?
-¿Mata? ¿Que mae todo bien? ¿Qué está haciendo?
-Mae nada, estoy aquí considerando temas para una tarea de periodismo.
-¿No quiere ir al FIA a ver a la orquesta sinfónica nacional tocar los temas de la Guerra de las Galaxias?
-¡Que! ¡Vamonooossss!
La proposición venia de mi amigo Josue González, a quien de cariño me refiero como “El Boti” en alusión al famoso personaje del programa de Chespirito, compañero de andanzas del Peterete y el Chompiras. Recién había salido de exámenes de la Universidad ese mismo fin de semana y estaba ansioso por asistir a la edición 2010 del Festival Internacional de las Artes, el cual había descubierto hace dos años y me había dejado con un muy buen sabor de boca. Era la oportunidad perfecta para ir, pues aparte de no tener ninguna responsabilidad inmediata, me emocionaba la idea de ver interpretados de manera profesional los temas de una de las más famosas trilogías de la historia del cine.
Recuerdo con claridad tener 6 años y estar sentado un domingo en la noche frente a un televisor rojo marca Hitachi de blanco y negro, en compañía de mis hermanos y mi madre que aplanchaba las camisas que mi papa iba a usar para el trabajo esa semana; todos juntos viendo por un canal nacional la segunda película de la trilogía. Con la misma intensidad recuerdo el sentimiento de magia que me transmitían las canciones orquestales que acompañaban cada escena y como llenaban de emoción y credibilidad ese mundo increíble que veía a través de la pantalla. Sin duda uno de mis recuerdos más atesorados de la infancia, al cual siempre vuelvo en momentos de nostalgia para rememorar esa inocencia y susceptibilidad que solo de niños poseemos.
Pero este era otro domingo. Yo ya era un adulto, un poco menos inocente y consciente de que aquellas composiciones épicas eran obras maestras del famoso John Williams. Casi no podía esperar. El Boti me había llamado alrededor de las 3 de la tarde ese domingo y había quedado de recogerme en carro dos horas más tarde. Paso una hora, y luego otra. Más listo que nunca para salir de la casa, recibí una llamada de última hora de Josue. Ya sabía la conversación que estaba a punto de tener antes de siquiera contestar el teléfono. Adiós Star Wars. Me consolé pensando que tal vez este año el FIA no sería lo mismo y me resigne a seguir considerando temas para mi trabajo de periodismo.
Me levante el lunes decidido a darme una segunda oportunidad con el festival. Espere a que pasara la mañana en Sabanilla y alentado por el sol, el cielo y el viento de lo que se me presentaba como una tarde perfecta, salí de mi casa fijando velas para la sabana. A las 5 de la tarde estaba frente a la estatua de León Cortes, solo y con los mismo ánimos aventureros con los que había dejado mi hogar, menos el poquito que le restan dos viajes en bus. Empecé mi recorrido por las exposiciones de arte aborigen. Crucé rápidamente miradas con una señora mayor indígena que de inmediato noto mi falta de interés en sus creaciones a la vez que yo notaba una cierta tristeza y melancolía en sus ojos. Entre jícaras y canastas de mimbre me abrí paso hacia las aéreas de arte urbano y contemporáneo que es más lo mío. Allí me tope de frente con el trabajo de una excelente artista Japonesa que mezclaba en sus cuadros un realismo muy preciso y lo contrastaba con un difuminado de figuras diseñadas a modo de grafiti con muchos colores y que apenas si se dejaban entender.
Al principio me tomo un poco de tiempo acostumbrarme a la ansiedad obvia por realizar una venta que caracterizaba la mayoría de las interacciones con los artistas en cada puesto, pero a los 30 minutos de estar caminando entre exposiciones me encontraba inmerso en los detalles de cada presentación. Las impensables direcciones en las que estaban doblados los finos alambres de cobre para asemejar desde una iguana o un escorpión hasta un muy original pez anglera (esos famosos peces que viven en el las profundidades marinas y tienen una lucecita en una antena para atraer a su presa). La gracia y facilidad con la que un muchacho, que no podía tener más de 3 años que yo, soplaba el vidrio al rojo vivo incandescente y lo contorsionaba para formar poco a poco una pipa transparente con diseños ondulados que la recorrían de la boquilla al hueco. Así también vi diferentes tipos de cuadros, manualidades que utilizaban elementos de la naturaleza, ceniceros hechos con botellas de diferentes marcas cerveceras conocidas aplicadas al fuego, carteras creadas con materiales reciclados y accesorios de bisutería translucidos. Cuando volví a la realidad de tanto detalle y derroche de originalidad habían pasado dos horas.
Era tiempo del plato principal, cualquiera que fuera. No sabía quién se presentaba en la famosa tarima del lago de la sabana pero estaba abierto a lo que fuera. Sorpréndeme FIA. Me alinee con el camino de cemento que lleva al lago y empecé a caminar mientras sorteaba los diferentes contactos en mi lista de teléfonos del celular. Después de llamar a cuatro conocidos distintos, me sorprendió recibir exactamente la misma respuesta al invitar a cada uno a hacerme compañía en la sabana: ¿Quien toca? Esta particular igualdad de respuesta me indispuso de gran manera a asistir al concierto acompañado. ¿Qué importa quien toca? ¿Qué gracia tiene saber a lo que se va? Según mi lógica, cualquier artista que presentara su arte en esa tarima, estaría cumpliendo ya de todos modos dos requisitos. Tenía que ser un buen artista, puesto que eran ellos y no otro presentándose y habían sido elegidos para estar ahí antes que cualquier otro que hubiera estado dispuesto a presentarse también. Y dos, era gratis. Con estos pensamientos en la cabeza me senté frente a la tarima después de una rápida visita al supermercado de enfrente donde compre un par de refrescos.
La noche estaba preciosa, con una luna de cuarto creciente que le daba luz propia (y como si fuera al propio) a las suaves ondas de agua que el viento creaba en el lago de la sabana. El aire estaba refrescante y frio y si acaso se divisaban un par de nubes por encima de las copas de los altos arboles de la sabana. No éramos muchos los que estábamos en espera de presenciar el espectáculo, pero éramos los suficientes. Y al contemplar la variedad de público en el que me encontraba, de adolescentes colegiales, personas mayores, adultos acompañados de sus parejas, familias con sus niños abrigados y jugando en el zacate o uno que otro extranjero; no me pude sentir más satisfecho de estar con gente que compartía mi razón principal para asistir. Y a la vez me sentía conectado a ellos por este motivo que teníamos todos en común: Ver arte.
Se encendieron las luces, la gente guardo silencio y el FIA como si fuera una entidad y hubiera escuchado mi reto, hizo exactamente lo que le había pedido: me sorprendió. Y ahí sentado en ese mismo lugar descubrí por primera vez el tesoro nacional, tan rico de identidad y folklor tico que es Guadalupe Urbina. Se paseo magistralmente entre canción y canción, con un dominio escénico que solo los años frente a un público cosechan. Casi como si supiera de antemano la ignorancia de este humilde espectador, se dedico a mostrar entre música y relato un poco de su procedencia, su vida en Guanacaste, las raíces de su arte y la evolución natural que había sufrido alguna que otra canción. Deleitado fui testigo de la grandeza y gloria con la que la inviste su propia humildad y humanidad y cuando dejo el escenario quede maravillado de todo lo que ella era como artista y como persona. Y de repente, en una ráfaga aleatoria de pensamientos se me vino a la cabeza la señora indígena con la que había cruzado miradas en la tarde y la melancolía que había descubierto en sus ojos se me reveló en otro contexto.
Extasiado y contento, me dedique a considerar rutas y opciones de regreso a casa. Pero mientras la mayoría de la gente se movía y se alejaba asustada por un pelo de gato que empezaba a caer, me di cuenta que el FIA me tenía reservada otra sorpresa todavía más impensada que la pasada. Un Cantautor español llamado Amancio Prada. Solito él con su guitarra y su voz que se sentía como si resumiera toda España en un sonido, se dedico a transportar a los pocos que no teníamos miedo a mojarnos, a otras tierras y otros años. El drama con el que se embellecían sus canciones se mezclo con la lluvia, el frio y la tierra mojada. Y aunque me entristeció que un artista de una calidad y prestigio internacional tan grande fuera obviado y pasado por alto por la ignorancia inocente de la gente, me pareció como un regalo del destino que el clima y la soledad del público acompañaran tan bien la música que él nos estaba regalando en ese momento. Con más potencia que cualquier banda sonora de una película que vi de niño, me golpeo la melancolía de su letra, su guitarra y su voz cuando al oír su canción “Jaula en el Pecho” se me grabaron de inmediato las letras que decían:

“Tengo en el pecho una jaula,
En la jaula dentro un pájaro,
El pájaro lleva dentro del pecho
Un niño cantando,
En una jaula,
Lo que yo canto…”



José Andrés Mata González